Atracción
- Melisa Machuca 
- hace 2 días
- 3 Min. de lectura
—Hoy te sentaste más cerca —dijo en voz baja, solo para mí.
—Quería escuchar mejor —contesté, manteniéndole la mirada.
Sostuvo el contacto visual por un segundo más del necesario. Un segundo más del prudente. Y después se alejó para ubicarse en su escritorio, abrir sus papeles y preparar el inicio de la clase. Yo apenas podía respirar. Pero fingí que tomaba apuntes. Otra vez.
La clase comenzó con una reflexión sobre el lenguaje como forma de poder simbólico, a propósito de Vigilar y castigar. Foucault nuevamente sobrevolaba el aire como una presencia densa pero fascinante, y Elon se movía por el aula con esa naturalidad de quien no necesita impresionar. Hablaba sin leer. Casi sin mirar sus notas. Las ideas fluían de él como si no pasaran primero por la garganta sino directamente desde algún lugar más profundo. Tenía esa forma de desplegar ideas como quien desarma un reloj con las manos: precisa, hipnótica. Y no sé en qué momento empecé a encontrar eso terriblemente excitante.
—El saber no solo es poder —dijo en un momento, mirando hacia la izquierda, donde nadie lo interrumpía—. Es también deseo. Y como todo deseo, implica una relación asimétrica. Siempre hay uno que sabe más. Uno que enseña, y otro que quiere aprender.
Ahí, me miró.
—Pero cuando el saber se vuelve mutuo —continuó—, la asimetría puede convertirse en complicidad. Y eso es más peligroso todavía.
Sentí una electricidad recorriéndome desde la nuca hasta las rodillas. Quise anotar la frase, pero no pude. Me quedé quieta, sosteniéndole la mirada sin pestañear. Él siguió hablando, ahora sobre Derrida, los bordes del texto, la imposibilidad del sentido fijo. Pero algo ya se había desestabilizado. La clase había terminado. El murmullo habitual se esparcía por el aula como un vapor liviano. Algunos alumnos cerraban cuadernos, otros se acercaban para hacer preguntas adicionales. Yo me quedé en mi lugar un instante más, conteniendo algo. No sabía bien qué. Esperé que el resto se dispersara un poco, y entonces me levanté. Con pasos que no eran del todo míos, me acerqué a su escritorio.
—Perdón —dije—, quería preguntarle algo sobre el texto de Foucault que mencionó… el de la vigilancia y el poder… no llegué a anotar bien la referencia.
Mentira. La había anotado completa. Hasta la editorial y el año.
Él lo supo. Se volvió hacia mí, y ahí estaba otra vez esa expresión. Una media sonrisa que se formaba primero en los ojos.
—Pensé que no ibas a venir nunca —me dijo, sin tartamudear.
Sentí cómo se me aflojaban los hombros. Me reí apenas, sin poder ocultar el temblor en los labios.
— ¿Por qué dice eso?
—Porque sí —respondió—. Porque tengo esa sensación desde la primera clase. Como si te estuviera esperando. Y ya sé que no tiene sentido. Pero igual.
Lo miré. Y por un segundo —uno de esos segundos que no se pueden medir con el reloj, pero que marcan una vida entera— dejé de ver al profesor. Desaparecieron los apuntes, la autoridad, el rol. Lo vi a él. Al hombre detrás de la figura. Al que había estado observando en silencio desde la primera clase, quizás desde que lo vi en el bar, con una mezcla de intriga, deseo y algo que no sabía cómo nombrar. Vi sus ojos ámbar, claros como la miel cuando le da el sol, y me sorprendió el modo en que podían ser intensos y suaves a la vez. Vi su manera de inclinar apenas la cabeza cuando escuchaba, su gesto concentrado al hablar, esa pausa tan suya antes de cada frase, como si tuviera que asegurarse de no decir ni una palabra de más. Y recordé cómo lo había visto leer, con la devoción de quien cree que los libros pueden salvarnos. Como si el mundo entero pudiera desmoronarse afuera, pero mientras él tuviera una página entre las manos, todavía había refugio. Me di cuenta, entonces, de que no era el saber lo que me atraía de él. Era la forma en que lo habitaba. Esa combinación rara entre solidez y ternura, entre convicción y pudor. Entre hombre y misterio. Y me pregunté si él, en ese momento, también me estaba viendo de verdad.
Tomó mi cuaderno de apuntes y anotó unas palabras. Me lo devolvió al cabo de dos minutos y me sonrió. Cuando lo abrí, había escrito exactamente las mismas palabras que había escrito yo, con un ―Era hora de que te acercaras a mi escritorio‖ en el pie de la hoja.
— ¿De dónde saliste, Saori Yamane? —preguntó, y esta vez su voz fue más baja. Más íntima—. ¿De qué mundo, de qué universo venís?





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